Esta foto no tiene nada que ver con el texto, pero son El Quijote y Sancho en Puerto Madryn y tenía que ponerlo.

¿La ínsula de Barataria?
Déjenme que tome prestadas las palabras de nuestro insigne Alberto para describir la que ha sido nuestra mejor tarde (en realidad mediodía-tarde-atardecer-noche) desde que estamos de este lado de acá. Sucedió en Puerto Madryn, pueblito junto a la Península de Valdes, en la Patagonia norte.
En la península de Valdés hay una cala enorme, un abrazo de la tierra al mar con forma de gotita gigante de océano y un puerto llamado Madryn.




Recorremos su paseo marítimo dejando atrás un espigón de madera que entra al mar, y vamos dejando la playa a la izquierda, con su forma de vasija o cántaro. Una brisa briza su piel acuática que tiembla como dos amantes que se acariciaron tiernamente, cuando un rubor de durazno les sube desde los dedos.

A cien metros parece una pluma sobre una lámina que relumbra al sol, una pluma que, de plomo, nos esconde su cuerpo y nos muestra sólo vértebras y espalda, únicamente su respiración de animal sobrehumano. Seguimos por el paseo algunos kilómetros más, aunque ya no pueda dejar de mirar la gota de agua que encubre en su panza descomunal una ballena como un lingote pesado que busca la superficie a cada tanto. Es la hora de comer, y para lo que ahora escribo no me valen verbos porque es un cuadro y lo guardo en la retina de mi ojo: el restaurante con ventanales sobre el mar, alzado, un vino malbec 'Fin del mundo' , el cordero patagónico delicioso en el plato, y al otro lado del cristal, el pesado animal en la cala o gotita de agua o cántaro oceánico o lámina marina, sus aletas, su respiración, su cuerpo húmedo luciente al sol, anaranjado, ennochecido casi.




Sí (tomo de nuevo mi torpe palabra), comer mientras uno contempla los paseos de una ballena es, como poco, encantador. Que ella te acompañe hasta ya entrada la noche, casi halagador.

El culpable de esta maravillosa tarde tiene un solo nombre: Vesta, vapor que a fines del s. XIX llevó a un puñado de emigrantes galeses a su tierra prometida en el valle del Chubut y que ahora presta su nombre al restaurante que ha montado la bisnieta de uno de ellos, Marcia (otro nombre latino, ¿qué más decir?).
No fue la casualidad la que nos hizo entrar en el local, sino nuestra desvergüenza de hacer parar un autobús en mitad de su ruta para preguntar si había algún sitio cerca para almorzar. Desvergüenza o acto de supervivencia, pues los kilómetros andados habían despertado -¡y de qué manera!- el hambre. El chófer, todo amabilidad (¡impresionante!), ¿qué pasó, flaco?, señala la casita blanca, todo ventanales (ya lo han leído), en alto, sobre la playa. No sé si está abierto. Qué bueno que sí. Pero no hay nadie. ¿Estará cerrado? Qué bueno que no. Marcia abre. No hay nadie. Sólo el chef, Sebastián. Lo demás lo hace ella: propietaria, camarera, barman. Treinta y un años, enamorada de Manhattan, esquivó el corralito, politóloga en acto, abogada en potencia, me vuelvo a Puerto Madrin, pero aquí no hay mucho. Trabaja duro hasta los cuarenta en espera de vivir a partir de ahí. No quiere fotos, pero me alegro de hacérselas (es coqueta, sí quiere verse en ellas), porque lo que ven da imagen de cómo nos sirvió, charló, discutió sobre y por Rosas,
granizó, licuó con placer -literalmente, ahí está la foto- el peronismo y sus dicotomías, hasta se bebió sus chapas de daiquiri y puso a nuestra entera disposición su restaurante.
Fue nuestra casa de dos a nueve de la noche. Otro Jim Bean.
Conocimos a su hermana, Lorena (¡escuchá Sweet Lorraine, en voz de Nat King Cole!), nos presentó a sus hermanos y por poco su papá nos llevó de vuelta al hotel.
Sumen a esto lo contado por Alberto y comprenderán por qué todos acabamos fascinados esa tarde.
Puerto Madryn. Fotos: : © Jesús Martín Camacho.2008 (excepto nº 15, © Alberto Sánchez Alcázar, 2008).