domingo, 23 de octubre de 2005

ACERCA DE UNA MUERTE INEVITABLE

Lo peor que le puede pasar a un hombre es tener la certeza de que va a morir y que no pueda consolarse con esperanza alguna de librarse de ello. El siguiente texto, sacado de El Idiota, expresa claramente lo brutal y antinatural que resulta la pena de muerte. Dostoyevski lo escribió en 1868.


-¿Los ahorcan?
-No. En Francia les cortan la cabeza.
-¿Y el condenado grita?
-¡Hombre, no! Es sólo un instante. Lo colocan boca abajo, cae un cuchillo así de grande a lo largo de una máquina, que llaman guillotina, cae pesadamente, con mucha fuerza… Y salta la cabeza en menos de un abrir y cerrar los ojos. Los preparativos son lo más penoso: la lectura de la sentencia al condenado, vestirle, atarle, subirle al patíbulo… ¡eso es lo horrible! (…)
El condenado era un hombre inteligente, sereno, fuerte, entrado en años, de apellido Legros. Y lo que le digo a usted, créalo o no, es que lloraba cuando subía al patíbulo y estaba blanco como el papel. ¿Es posible tal cosa? ¿No es eso horrible? A ver, ¿quién llora de terror? Yo nunca hubiera creído que un hombre hecho y derecho pudiera llorar de terror; y no digo que un niño, sino un hombre que nunca antes había llorado, un hombre de cuarenta y cinco años. ¿Qué le sucede en ese momento al alma? ¿A qué convulsiones llega? ¡Es un insulto al alma, ni más ni menos! Está escrito: “No matarás”. ¿Quiere eso decir que porque ha matado hay que matarle a él? No; eso no está permitido. Hace ya un mes que lo vi y es como si lo tuviera aún delante de los ojos. He soñado con ello cinco veces.
-Lo bueno es que apenas se sufre cuando la cabeza sale volando.
-¿Sabes usted? –prosiguió el príncipe acalorado-. Acaba usted de hacer ese comentario y hay mucha gente que piensa lo mismo que usted. Y para eso fue inventada esa máquina, la guillotina. Pero a mí se me ha ocurrido una idea: ¿y si eso es peor todavía? Eso le parecerá a usted ridículo, absurdo, y sin embargo con un poco de imaginación puede ocurrírsele a uno esa idea. Piense usted, por ejemplo, en el tormento. En él hay dolor físico, heridas, tortura corporal, y todo eso desvía al espíritu del sufrimiento espiritual, de modo que se sufre sólo de las heridas hasta el instante mismo de la muerte. Ahora bien, el dolor principal, el más agudo, puede que resulte no de las heridas, sino del hecho seguro de que dentro de una hora, luego dentro de diez minutos, luego dentro de medio minuto, luego ahora mismo, tu alma saldrá volando de tu cuerpo, y ya no serás un ser humano, y que todo eso es cierto. En el momento en que pones la cabeza bajo la cuchilla y oyes cómo se desliza hacia tu cabeza, ese cuarto de segundo es el más horrible. Tenga usted en cuenta que eso no es sólo mi imaginación, que otras muchas personas han dicho lo mismo. Y lo creo tanto que voy a decirle a usted cuál es mi opinión.
Matar a quien ha cometido un asesinato –prosiguió el príncipe- es un castigo incomparablemente peor que el asesinato mismo. El asesinato a consecuencia de una sentencia es infinitamente peor que el asesinato cometido por un bandido. Un hombre que es asesinado por unos bandidos de noche, en un bosque o algo por el estilo, tiene hasta el último momento la esperanza de salvarse. Ha habido casos en que un hombre a quien le han cortado el cuello tiene esperanza todavía, o sale corriendo, o pide que se apiaden de él. Pero en este otro caso, por el contrario esa última esperanza, que permite que la muerte sea diez veces menos penosa, es eliminada con toda certeza: la sentencia está ahí, y la horrible tortura está en que sabes con certeza que no te escaparás, y no hay en este mundo tortura más grande que ésa. Lleve a un soldado a una batalla, póngale delante de un cañón y dispare, y él seguirá teniendo esperanza; pero si a ese mismo soldado se le lee una sentencia de muerte cierta, se volverá loco o romperá a llorar. ¿Quién dice que la naturaleza humana puede soportar esto sin perder la razón? ¿A qué viene tamaña afrenta, cruel, obscena, innecesaria e inútil? (…) ¡No, no se debe tratar a un hombre de ese modo!

F. Dostoyevski, El idiota. Trad.© Juan López-Morillas. Ed. Alianza, pp. 39-41

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