sábado, 25 de julio de 2009

LA MUERTE DE UN CIRILO

Le llamaban Cirilo. Aunque en realidad ese era el segundo nombre de su hermano –capitán para él-, la gente lo creía su apodo; no creo que por lo extraño del nombre, sino más bien porque pensaban que provenía de algún antepasado. El caso es que era un Cirilo, aún a pesar de su nombre, Rafael.
Entré en su salón, como había hecho las días precedentes, para desearle una noche que desde hacía demasiados meses ya no eran buenas. La visión me hizo saber sin duda alguna que, afortunadamente, sería al menos la última. En ese momento le quedaban once horas de vida que pasaría sedado, inconsciente.


A tenor de lo que vi, no puedo imaginar muerte más dulce. Lo describo no para él ni para su familia (me da vergüenza que lo lean), sino para mí, porque no quiero olvidar, por muchos años que viva, esa imagen.
En aquella habitación habían estado y estaban día tras noche, noche tras día el hijo que nunca tuvo, los yernos que siempre han estado; su hermano –Jesús, lo que no entiendo de esta vida…-, una mirada que hería de tristeza; sus hermanas, tan lejos, tan cerca; su cuñada, también hermana; sus cuñados, el médico cariñoso, directo, siempre a mano; sus nietos, los más hermosos paliativos; sus sobrinas, cercanas más allá de la carne. Y ellas:
En la parte izquierda, casi al fondo cerca del piano, la cama elevatoria que habían hecho instalar un mes antes acunaba su cuerpo ya casi consumido. Sentado más que tumbado, el rostro elevado, girado hacia la derecha, la boca descolgada. A su alrededor, su esposa y sus tres hijas. Todo estaba allí.
La mayor, la más resolutiva, la voz cantante, el llanto silencioso, a sus pies. Le masajea, le alivia. Sí, él lo nota aunque no está consciente. La menor, a su izquierda –entre él y el piano-, le abotona la camisa del pijama, los labios fruncidos, la fuerza frente al desvelo, el amore en sus gestos. En la cabecera la mediana le atusa el cabello ralo con sus manos, qué bien huele, su lucero, la chispa en el ojo, el desconsuelo en la sonrisa. A su izquierda, un poco más separada, silla baja, con tanto amor como para no estorbar el cuidado de sus hijas, la esposa. Le toma la mano, no le mira a la cara, lo que más quiere en este mundo, sus ojos al frente no ven sino el pasado, temen el futuro, resigna su aliento.
No he visto un amor más abnegado. Un silencio más candoroso. La luz es débil, como él, pero alumbra, como ellas. Y yo, en silencio en la puerta, me siento demasiado extraño. No digo nada. Me marcho, sonriendo, comprendiendo que ése es el momento de ellos, el de una familia. Convencido de que muere feliz. De que sigue allí.

Rafael Jurado Martínez (1932-2009)

Spiritus astra petit. Corpus in urna iacet

Texto y fotos: jesús martín camacho. 2009.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Simplemente precioso, se me han saltado las lágrimas...

Besos desde Málaga.

Inés dijo...

Amigo no sabía de tí. Que bonito!...sensible y respetuoso. Me has emocionado. Un fuerte beso. Te quiero. Inés

Iesus dijo...

A mí se me saltaron mientras las escribía, amigo (¿probablemente amiga?) malagueña. Es extraño lo que se siente...

Iesus dijo...

Preciosa Inés, lo que me ha dado ese hombre sin darme nada ha sido impresionante. Eso queda para mí. Muchos besos

Anónimo dijo...

Malagueña e italianizante (ya no hay misterio!)

Si que es extraño...lo que llega más hondo es el despedirse así, rodeados de amor y cariño.