Y, sin embargo, no tienen porqué ser así. Probablemente no lo sean. Los conozco a partir de unas pocas frases de sus padres, de lo que de ellos dejan ver sus ojos acristalados, de lo que transpiran sus fotografías.
A Olga y a Rubén Darío los he visto no llega a cinco veces, pero éstas bastan para sentirlos más cerca que a muchos de aquellos que llevo tratando toda mi vida. No sé si fue la segunda vez que la vi cuando ella me habló de sus hijos. Que días más tarde no se me hubiera olvidado el nombre de ninguno de los seis –todos sabéis de mi memoria- ya decía mucho de la empatía que hubo entre nosotros. A Rubén lo hice modelar ante mi cámara apenas conocerlo. Las risas, conversaciones, miradas, confesiones y bienestar que compartimos con poca gente las he tenido de primeras.
Poder verlos a los dos escribiendo, leyendo, hablando y oyendo a sus hijos por internet ha sido la prueba más palpable de que ni la distancia (aun siendo tan larga) ni las circunstancias (aun siendo tan putas) valen nada ante unos lazos más profundos que los familiares, más fijos que los atávicos. Gracias por grabar en mi mente esto. Gracias por dejarme conoceros. ¡Qué gran regalo!
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