lunes, 1 de mayo de 2006

ENTRE EL ANSIA Y LA REALIDAD

¿Hay alguien tan obsesivo como yo como para fijarse en las distintas rugosidades de una pared mientras espera una cita que se retrasa? ¿como para establecer una solidaria relación con los objetos que tiene a su vista y que se compadecen de sus idas y venidas por la acera mientras le da vueltas a mil excusas que justifiquen su retraso? ¿como para pasar del amor al desprecio, de la esperanza a la venganza de la persona esperada? Si la respuesta es afirmativa, en el siguiente fragmento de Flaubert verá milimétricamente detallados sus pensamientos y acciones en ese intervalo que va del fracaso a la gloria (el texto precisa de la paciencia necesaria -y rara en la lectura de blogs- para apreciar su calculada composición; disfrútenlo):
"Frédéric empezó a recorrer la calle Tronchot, mirando delante y detrás de él.
Por fin dieron las dos.
"¡Ah!, ¡es ahora! -se dijo- está saliendo de casa, se acerca -y un minuto después-: Habría tenido tiempo de llegar." Hasta las tres trató de calmarse. "No, no está retrasada; un poco de paciencia."
Y, como estaba desocupado, examinaba las excasas tiendas: un librero, un guarnicionero, una tienda de ropa de luto. Pronto conoció todos los títulos de los libros, todos los arneses, todas las telas. Los comerciantes, a fuerza de verlo pasar y volver a pasar, se extrañaron al principio, después se asustaron y cerraron sus escaparates.
Sin duda, ella tenía algún impedimento, y también sufría por esto. Pero, qué alegría dentro de poco. Porque iba a ir por descontado. "¡Me lo ha prometido!" Entretanto, una angustia insportable se apoderaba de él.
Por una reacción absurda, volvió al hotel, como si hubiera podido encontrarla allí. En el mismo instante, quizá llegaba ella a la calle. Se echó fuera. ¡Nadie! Y comenzó de nuevo a pasearse por la acera.
Se fijaba en las grietas de los adoquines, las bocas de los canalones, los números encima de las puertas. Los objetos más insignificantes se convertían para él en compañeros, o más bien espectadores irónicos; y las fachadas regulares de las casas le parecían despiadadas. Tenía frío en los pies. El ruido de sus pasos le resonaba en el cerebro.
Cuando vio que eran las cuatro en su reloj sintió como un vértigo, un espanto. Trató de repetirse versos, calcular cualquier cosa, inventar una historia. ¡Imposible!, la imagen de Mme. Arnoux le obsesionaba. Tenía ganas de correr a su encuentro. Pero ¿qué camino tomar para no cruzarse?
Abordó a un recadero, le metió en la mano cinco francos, y le encargó que fuera a la calle Paradis, a casa de Jacques Arnoux, a preguntar al portero "si la señora estaba en casa". Después se plantó en la esquina de la calle La Ferme y la calle Tronchet, de manera que veía simultáneamente las dos. Al fondo de la avenida, por el bulevar, pasaban masas confusas. Distinguía a veces las plumas de un dragón, un sombrero de mujer; y ponía en tensión sus pupilas para reconocerla. Un niño harapiento que enseñaba una marmota en una caja le pidió limosna.
El hombre de la chaqueta de pana reapareció. "El portero no la había visto salir." ¿Quién la retenía? ¡Si estuviera enferma, lo habrían dicho! ¿Era una visita? Nada más fácil que no recibir. Se dio una palmada en la frente (...)
Y una duda espantosa le asaltó. "¿Si no llegara a venir, si su promesa no fuera más que una palabra para eliminarme?" ¡No!, ¡no! Lo que le impedía, sin duda, era un azar extraordinario, uno de esos acontecimientos que desbaratan toda previsión. En este caso, habría escrito. Y envió al mozo de hotel a su domicilio, calle Rumfort, para saber si había alguna carta.
No habían llevado ninguna carta. Esta falta de noticias le tranquilizó.
Del número de monedas tomadas al azar en mano, de la fisonomía de los transeúntes, del color de los caballos, sacaba presagios, y, cuando el augurio era contrario, se esforzaba por no creer en él. En sus accesos de furor contra Mme. Arnoux, la injuriaba a media voz. Después, debilidades como para desmayarse alternaban con renuevos de esperanza. Estaba por llegar. Estaba allí, a su espalda. Él se volvía, ¡nada! Una vez percibió, a una distancia de treinta pasos, a una mujer de la misma talla, con el mismo vestido. La alcanzó; ¡no era ella! ¡Llegaron las cinco!, ¡las cinco y media!, ¡las seis! Encendían las farolas de gas. Mme Arnoux no había venido."
Gustave Flaubert. Laeducación sentimental. Trad. de Germán Palacios para ed. Cátedra. Pp. 356-357.

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